
El comienzo del s. XIV no presagiaba cambio alguno en la situación que vivía Castilla. La Crónica de Fernando IVi describe con toda crudeza las condiciones de vida de sus habitantes, que refleja en numerosos comentarios como el que sigue referido al año 1301: “Este año hubo gran hambre en toda la tierra, e morían las gentes de hambre por las plazas y calles. Hubo una mortandad tan grande que murió una cuarta parte de la gente y muchos comían pan de grama…”.
Ese cuadro lastimero duró algunos años más como consecuencia de los calores extremados que agostaban cualquier planta y a los que sucedían lluvias torrenciales durante semanas, haciendo imposible el trabajo de los labradores. Pero lo peor era que esas graves calamidades naturales no llegaban solas; a ellas se unían los abusos que el pueblo sufría a causa de la prepotencia de los poderosos, ya fueran los nobles, los obispos o el mismo rey. Cuando viajaban a lo largo y ancho de los reinos, solían ir acompañados por un séquito numeroso cuyo comportamiento dejaba mucho que desear, “pues estragan las villas y las aldeas quemando la madera de las casas, talando los árboles de las huertas, arrancando las viñas, asolando los sembrados y tomando por la fuerza el pan, el vino, la carne, la paja, la leña y cuanto hallaban de manera que las gentes perdían los ganados y quedaban los lugares yermos y estragados”.
A panorama tan sombrío se añadía la crisis política que arrastraba la corona de Castilla desde la muerte de Alfonso X. Los conflictos sucesorios que enfrentaban a los miembros de la familia real proporcionaban a los nobles justificación suficiente para la realización de sus ambiciones siempre insatisfechas. De ahí que se dedicaran a intrigar en beneficio propio, buscando pescar en un río que ellos mismo procuraban revolver.
En ese contexto destacaba la figura de la reina madre, María de Molina. Con habilidad e inteligencia supo moverse en un medio tan hostil y preservar la herencia de su marido Sancho IV para su hijo Fernando. Para lograrlo hubo de cerrar el paso a las pretensiones secesionistas de su cuñado, el infante don Juan de Castilla, “el de Tarifa”ii, dispuesto a ceder Castilla a sus sobrinos los infantes de la Cerda a cambio de ocupar el trono del viejo reino de León. Los nobles participaban activamente en esas maniobras apoyando las aspiraciones del pretendiente al trono que fuera más lejos en sus promesas. María de Molina se convirtió en custodio del legado de su marido y buscó alianzas en unos y otros, aunque siempre tuvo claro que solo podía contar con el apoyo de los concejos y de las órdenes militares.
El cerco de Tordehumos
El cerco de esta villa fue el episodio final de uno de los tantos vaivenes que sacudían los reinos de la corona de Castilla a principio del s. XIV. Fiel reflejo de las maneras que mostraban los nobles más poderosos cuando se sentían ofendidos. En esta ocasión el protagonista fue Juan Núñez de Lara, uno de los nobles más ambiciosos, cabecilla de uno de los bandos enfrentados por el dominio de la inestable voluntad del joven rey.
Cuando en 1305 estalló el pleito entre los bandos nobiliarios con motivo del señorío de Vizcaya, los principales del reino recompusieron sus fidelidades de acuerdo con las expectativas fundadas que se les ofrecían. El infante don Juan, el de Tarifa, se enfrentaba los Haro, encabezados por Diego López y, como Juan Núñez de Lara no estaba dispuesto a someterse a su prepotencia, decidió apoyar a éstos últimos en la confianza de aumentar su poder a costa de sus oponentes y del mismo rey.
Sintiéndose fuerte, Juan Núñez de Lara exigió a Fernando IV una respuesta favorable en los litigios que mantenía con la corona y con otros poderosos. El momento y los modos no parecieron apropiados al rey, que le expulsó del reino. En abierto desacato se negó a salir de Castilla y se dirigió con su ejército a Tordehumos, donde se hizo fuerte. Tras dudas y consultas, el rey siguió el consejo de su madre y ordenó a sus caballeros que marcharan sobre la villa; a ellos se unieron inmediatamente las huestes de los nobles que aún le eran fieles, los caballeros de las órdenes militares y las mesnadas concejiles.
De este modo en el mes de octubre de 1307 se estableció el cerco a Tordehumos, en el que muy pronto se hizo patente la débil determinación a combatir que tenían los nobles del ejército sitiador. Apenas pasaron algunos días, sin que hubiera otra cosa que ligeras escaramuzas, los nobles reclamaron el pago de las soldadas que se les debían y, como tardara en llegar el dinero, empezaron las deserciones alegando que iban a buscar con qué mantenerse en el cerco. El infante don Juan partió con sus huestes hacia Medina de Rioseco y, unos días después, otros dos nobles principales abandonaron el real, quemaron sus campamentos y se metieron en la villa con Juan Núñez de Lara.
Ante una situación que se complicaba por momentos algunos amigos del noble rebelde aconsejaron a Fernando IV la búsqueda de una solución negociada, de modo que en febrero de 1308 los contendientes hicieron las paces. Juan Núñez de Lara se sometió al rey y salió de Tordehumos.
Según el cronista, el infante don Juan y los nobles más importantes volvieron a sus intrigas y cabildeos, a sus enfrentamientos de unos con otros y de todos contra el rey. Para contentarlos Fernando IV colocó a los más beligerantes en los cargos públicos principales y dejó en sus manos el nombramiento de sus oficiales más relevantes. El gobierno en adelante no solo iba a ser compartido sino más bien controlado por la alta nobleza y el monarca nada pudo hacer para evitarlo”iii.
Los templarios en el cerco
Mientras tenía lugar el cerco que, más que un episodio bélico, pareció un enredo palaciego prolongado durante cuatro meses, aconteció un hecho que marcó definitivamente la historia de la Orden del Templo en los reinos de la Corona de Castilla. Volviendo a la Crónica de Fernando IV, se comprueba cómo se cuenta de pasada entre otros sucesos noticiables ocurridos en ese tiempo.
“E desque esto de los dineros fue librado a cada uno en este cerco, llegaron al rey cartas del papa Clemente, en que le enviaban decir que tomase todos los castillos, villas y lugares de la Orden del Templo y que los guardase para hacer de ello lo que le ordenase. Y así lo hizo”.
A pesar de ser escueta, esa información ha servido de referencia documental en dos novelas sobre los últimos momentos de los templarios en los reinos de la Corona de Castilla. Muy distintas en cuanto a época y estilo, ofrecen dos versiones de un episodio crucial de la historia templaria que, sin duda, interesará a los seguidores de este blog. Sus páginas relativas a la presencia de los templarios en el cerco de Tordehumos se ofrecen en los enlaces respectivos.
- El retiro del templario

Al final de la gesta cruzada, después de la caída de San Juan de Arce, el caballero Lucas Gil de Zamora, que se encuentra malherido e impedido para el resto de su vida, es destinado por los maestres de Temple a la encomienda de Villalpando, en el reino de León.
Asentado en esa villa de Tierra de Campos, frontera entre los viejos reinos de Castilla, el nuevo comendador inicia un viaje interior en busca de la razón de ser de su orden y de la propia identidad ahora que las cruzadas ya no existen, a la vez que se implica sin límites en la vida de sus gentes, hasta el punto de poder comprobar cómo las creencias, el afán de poder y la necesidad de sobrevivir tejen una trama compleja que les engulle a todos. Cristianos, judíos y moros; ricoshombres, caballeros, clérigos y frailes; artesanos, labriegos y pastores, gentes de todas las condiciones figuran en esta novela como si de un escenario se tratara, tras cuyas bambalinas se esconden figuras misteriosas que, desde lo oculto, condicionan el devenir de los acontecimientos.
Haz clic para acceder a elretirodeltemplario.pdf
- El Señor de Bembibre

EL BIERZO, SIGLO XIV. Doña Beatriz de Ossorio lucha contra el poder feudal por salvar su amor con don Álvaro Yáñez, Señor de Bembibre, mientras los últimos templarios sufren cárcel y tortura, hasta su cruel extinción. Una historia universal, de amor, de pasiones, codicia y traición, en la larga noche medieval, en los escenarios naturales del Bierzo: castillos y monasterios, montañas y lagos, su paisaje convertido en poesía por la pluma romántica de Enrique Gil y Carrasco. La novela que unos dicen “supera a Walter Scott”, otros la consideran “rigurosamente histórica”, otros acaso “iniciáticamente templaria”, y todos en fin “la primera epopeya berciana”.
(La portada y la presentación pertenecen a la magnífica edición de la novela realizada por Valentín Carrera en con motivo del bicentenario del nacimiento de Enrique Gil y Carrasco en 2015).
https://memoriadelaraduey.files.wordpress.com/2022/11/elsenordebembibre-1.pdf

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iEn este artículo se sigue la edición publicada por Antonio Benavides en Memorias de D. Fernando IV de Castilla, (Tomo I. Madrid, 1860, pp. 1-243)
iiEl infante don Juan de Castilla era hijo de Alfonso X. Durante los reinados de su hermano Sancho IV y de sus sobrinos Fernando IX y Alfonso XI protagonizó numerosas intrigas dinásticas contribuyendo a la inestabilidad política de la época. Se le conoce como “el de Tarifa” en referencia a su participación junto a los ejércitos musulmanes en el asedio de esta ciudad, defendida por Guzmán el Bueno.
iiiEs la conclusión a que llegó César González Mínguez en su tesis Fernando IV de Castilla (1295-1312). La guerra civil y el predominio de la nobleza (Vitoria, Colegio Universitario de Álava, 1976, p. 259).
Pienso que es muy importante conocer la historia y sobre todo lo acaecido en tierras de nuestros lugares de nacimiento.
Gracias Ángel por tan importante labor.
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