
La música de ministriles y clarines que según los cronistas acompañó el embarque del rey Carlos I hacia la coronación imperial contrasta con el panorama sombrío que se abría ante los procuradores de las cortes de Santiago-La Coruña. La mayoría de ellos había recibido un mandato expreso y solemne de sus ciudades: no aprobar el nuevo servicio que el rey pretendía; pero casi todos ellos acabaron doblegándose a los deseos del monarca a cambio de maravedíes y privilegios.
¿Cómo explicarían a sus representados que habían faltado a las instrucciones recibidas y que lo habían hecho por dinero? De poco les servirían como contrapartida las concesiones regias a las peticiones de sus ciudades, pues tenían un valor tan escaso como la atención y el interés con que Carlos I las había despachado.
En el camino de regreso a Valladolid el cardenal regente, Adriano de Utrecht y los miembros del Consejo Real recibieron noticias alarmantes que confirmaban los peores presagios. Estando en Benavente recibieron un correo del ayuntamiento de Segovia informándoles de “un caso notable y atroz que en aquella ciudad había sucedido”, y doce días después les comunicaron otro caso no menos grave que se produjo en Burgos. En aquellos esos días parecía desatarse una conjura a lo largo y ancho de Castilla:
“…iba cundiendo el fuego furiosamente, como si se hubieran concertado, o se entendieran por atalayas y ahumadas[i], como suelen hacer en las costas y fronteras: así se movieron casi a un tiempo muchos lugares”[ii].
La rebelión de Segovia
Cuando el clima social de una ciudad se enrarece y la conflictividad predomina en las relaciones entre vecinos, basta cualquier pretexto, por nimio que parezca, para provocar comportamiento extremos, de consecuencias imprevisibles.
Durante las dos primeras décadas del siglo XVI en la ciudad de Segovia se acumularon problemas y agravios comparativos que afectaron a todos los estamentos y les proporcionaron motivos suficientes para apoyar cualquier cambio que permitiera mejorar su estado y condición.
Al atentado contra la integridad territorial de la Comunidad de Villa y Tierra de Segovia en beneficio de los Cabrera y con graves repercusiones sobre el reparto de las cargas fiscales, se unían los atropellos que los miembros de esa familia cometían contra los segovianos, pues “hacían muchos desafueros, daños e tomaban mujeres, e a los mercaderes sus haciendas”[iii].
Por otra parte, debido al absentismo de corregidor de la ciudad, “que nunca ha puesto los pies en ella”, los segovianos también sufrían los desafueros de sus oficiales, “que tratan más de robarnos que de administrar justicia”, sobre todo las arbitrariedades de un alguacil “más loco que no esforzado”, que se ayudaba de un perro para buscar y prender a los vecinos “como si fueran moros”. Con estas y otras críticas sobre el desgobierno de su ciudad se estaban explayando los cuadrilleros, o representantes de los barrios, en su reunión anual, cuando un corchete[iv] de los alguaciles no pudo aguantar más y, tras recriminarles por sus palabras les amenazó con medidas duras. No pudo hacerlo en peor momento pues los ánimos estaban tan exaltados que no le dejaron terminar. Su trágico final lo cuenta el cronista Sandoval:
“Súpoles a todos tan mal esta palabra que con grita y alboroto arremetieron á él y echáronle al cuello una soga, y con grande estruendo y algazara, arrastrando le sacaron de la ciudad. Fueron tantos los golpes que le dieron, que antes de llegar a la horca murió, y muerto lo pusieron en ella”[v].
De vuelta a la ciudad se toparon con otro alguacil, al que contaron lo sucedido advirtiéndole que tuviera cuidado, “pues fuiste compañero en la culpa, no lo seas en la pena”. Como éste adoptara una actitud desafiante y amenazara a los presentes y a la ciudad entera, los ánimos se encendieron aún más, sobre todo cuando sacó papel y pluma e hizo ademán de tomar nota de quienes le interpelaban. “Le echaron mano, le llevaron á la horca y le colgaron de los pies: así murió el miserable”, certifica una vez más Sandoval.

Esa misma tarde, mientras la ciudad de Segovia vivía una situación incontrolable, llegó de vuelta de las cortes el procurador Rodrigo de Tordesillas. En vano sus amigos intentaron disuadirle para que se alejara de la ciudad hasta que los ánimos estuvieran más calmados. A la mañana siguiente se dirigió al ayuntamiento para informar de su gestión, pero la multitud que acudió no le permitió hablar ni exponer el memorial que llevaba; le apresó, le arrastró por las calles sin que sirvieran de nada los intentos de mediación de los canónigos de la catedral y de los frailes de San Francisco. Llegados a la Cruz del Mercado, fue ejecutado y colgado entre los dos alguaciles.
Para los cronistas de la época la muerte del procurador fue una acción criminal perpetrada por “gente común y vil” a incitación de un alborotador que se había dedicado a informar a los segovianos de la traición de su representante en las cortes. Las acusaciones que circularon contra él fueron graves y ciertas: no se opuso al nombramiento de un Cabrera como conde de Chinchón, consolidando así la pérdida de dos sexmos de las Tierras de Segovia; y lo que era más importante: incumplió el mandato que le hiciera la ciudad al nombrarle su representante en las cortes de Santiago y concedió el servicio solicitado a cambio de los 300 ducados con que le premió el rey don Carlos.
Los sucesos de Burgos
Mientras en Toledo la ciudad se gobernaba “a voz de comunidad” y en Segovia la frustración de sus vecinos encontraba una salida trágica, la ciudad de Burgos parecía ajena a una rebelión que se extendía por toda Castilla, sin que sus autoridades tuvieran en cuenta las protestas de la gente del común y de algunos nobles que la apoyaban.
Esa relativa calma duró poco tiempo. En cuanto los procuradores regresaron de Santiago, el ayuntamiento les pidió cuentas de su misión, pero con una parsimonia que empezó a exasperar a los representantes de las vecindades o barrios. Al mismo tiempo, iban tomando consistencia hasta parecer decisiones firmes los rumores sobre nuevos tributos extraordinarios e inauditos, que se añadirían al servicio aprobado por las cortes. Esos rumores daban lugar a reuniones secretas y a corrillos en las calles, que podían poner en peligro la paz de la ciudad, si no se atajaban a inmediatamente.
Para salir al paso de esa eventualidad el corregidor convocó a los representantes de las vecindades a una reunión “para explicarles en ella la verdad de los propósitos de la regencia y la falsedad de cuantas especiotas andaban de boca en boca”[vi]. Dos representantes de las vecindades contestaron con firmeza la información y las justificaciones que el corregidor les daba y, como éste no estuviera dispuesto a soportar lo que consideraba una insolencia, intentó acallarles con amenazas de prisión. Llegados a este punto, todos los representantes de las vecindades abandonaron el ayuntamiento para comunicar a toda la ciudad este nuevo atropello. En poco tiempo numerosos vecinos armados acudieron en persecución del corregidor y, tras buscarle por calles y plazas, le encontraron en un convento y le forzaron a entregar la vara de la justicia.
“Con voz de Comunidad y con grande alboroto y mano armada” nombraron corregidor a Diego Osorio, declararon destituidos alcaldes y regidores y se apoderaron del sello y de los documentos de la ciudad.
A partir de ese momento los sublevados se dedicaron a aplicar una justicia siempre aplazada contra los enemigos del común: los representantes y los colaboradores de la autoridad municipal y los recaudadores de impuestos. De acuerdo con el relato de Sandoval[vii], atacaron la casa del condestable; quemaron la casa y los archivos de García Ruiz de Mota, procurador que en Santiago votó a favor de conceder el servicio; y las de los recaudadores Diego de Soria y Francisco de Castellón por su dureza en el ejercicio del cargo. Además, tomaron la cárcel y liberaron a los presos, rompieron las medidas que guardaban en la plaza para la sisa del vino…
Desde sus primeros momentos la rebelión de Burgos fue importante, pero hasta unos días más tarde no alcanzó su culmen, cuando los sublevados lograron apresar a Jofré de Cotannes. Este aposentador real, de origen francés, había logrado que el rey don Carlos le concediese la tenencia del castillo de Lara, que la ciudad de Burgos consideraba como propia, ganándose así la inquina de los burgaleses. Cuando empezaron los tumultos, se escondió y eso le salvó del arrebato inicial, pero no pudo evitar que su casa fuera destruida. Intentó huir, pero a la fatalidad de encontrarse con dos artesanos que se dirigían a la ciudad unió su temeridad de desafiar a los sublevados enviándoles un mensaje:
“Yo reedificaré mi casa con las cabezas de los marranos de los burgaleses, poniendo en ella dos cabezas por cada piedra que han arrancado”[viii].
A los interpelados le faltó tiempo para llegarse a Burgos y trasmitir el encargo del aposentador. Se organizó su persecución y le apresaron en la iglesia de Atapuerca, donde se refugió acogiéndose a sagrado. De camino hacia la ciudad sufrió toda clase de injurias y de nada valieron los esfuerzos del corregidor Diego Osorio y de sus amigos para salvarle encerrándole en la cárcel; allí mismo fue ejecutado y a continuación su cuerpo fue colgado en el cadalso.
Conclusión
Tales fueron los episodios sangrientos que sucedieron al término de las cortes de Santiago-La Coruña, pero en todas las ciudades del reino imperaba un clima de agitación popular que en cualquier momento podía derivar en tragedia.

A medida que trascurría el mes de junio de 1520 los tumultos disminuyeron y la situación se fue estabilizando bien porque en algunas ciudades (Toledo, especialmente) la Comunidad había triunfado y reorganizaba el poder municipal desde postulados políticos nuevos, o bien porque en otras (Zamora, Guadalajara y Burgos en cierta medida) los nobles habían recuperado el control que estuvieron a punto de perder y que mantenían unas veces por la fuerza y otras mediante acuerdos más o menos sinceros con los partidarios de la Comunidad.
En carta de esas fechas el cardenal regente, Adriano de Utrecht, le envió información detallada de la resaca de las cortes concluyendo con una descripción muy expresiva del momento que estaba viviendo:
“Estamos acá á la misericordia de Dios, sin manos ni pies con que nos podamos ayudar. Los levantadores de pueblos fazen sus confederaciones de unos con otros y trabajamos quanto podemos en desviar e impedir que no se junten ni haya más confederados”[ix].
NOTA: La imagen destacada reproduce la vista general de Burgos y está tomada de Georg Braun y Frans Hogenberg, Civitates Orbis Terrarum, 1572. En el retrato el cardenal regente, Adriano de Utrecht, siendo papa (Jan van Scorel, 1523).
[i] “Atalayas y ahumadas”: torres de vigilancia y de comunicación, antecesoras a los telégrafos ópticos del siglo XIX, que permitían el envío relativamente rápido de noticias mediante señales de fuego y humo.
[ii] P. de Sandoval, Historia del emperador Carlos V, rey de España. (Madrid, 1846. Edición original 1634) Vol. II, p. 119.
[iii] Cita de Carlos Lecea, recogida por P. Álvarez de Frutos, La revolución comunera en Tierras de Segovia (Segovia, Caja de Ahorros, 1988), p. 32.
[iv] “Díjose corchete, quasi corvachete, por el ganchillo corbado (…) y por alusión se llamaron los ministros de justicia, que llevan agarrados a la carcel los presos corchetes, porque asen como estos ganchuelos” (Sebastián de Cobarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española. Madrid, 1611).
[v] Sandoval, o.c., p. 83.
[vi] Salvá 80
[vii] Sandoval, o.c., pp. 122 y sig.
[viii]Pedro Maldonado, El movimiento de España ó sea Historia de la Revolución conocida con el nombre de las Comunidades de Castilla. (Madrid, 1840. Edición original 1545), p. 100.
[ix] M. Danvila, Historia crítica y documentada de las Comunidades de Castilla (Madrid, 1897), p. 375.
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