Pasaba el tiempo y crecía la urgencia de Carlos I por ceñirse una nueva corona y tomar las riendas de los asuntos del imperio. Pero en Barcelona le daban largas, pues el entusiasmo que suscitó su nombramiento como emperador se enfrió cuando apremió a las cortes catalanas para que le aprobaran y pagaran el servicio acostumbrado. Así lo habían hecho las cortes castellanas y unos meses después también las aragonesas. En enero de 1520 las cortes catalanas aprueban, por fin, un servicio más bien exiguo que apenas alcanzaba para cubrir los gastos de la estancia real en la ciudad condal. Menos aún concedieron los valencianos; a la negativa del rey a acudir a sus cortes para jurar los fueros respondieron con el rechazo del reconocimiento y del servicio. “No les sacaron ni el nombre del Rey ni un maravedí”.
Convocatoria de cortes
Con éstas, en el mes de febrero, Carlos I regresa a Castilla y la turbulencia provocada por los abusos de sus consejeros flamencos se convirtió en fuerte marejada cuando las ciudades recibieron una convocatoria de cortes. Tendrían lugar en Santiago de Compostela durante el mes de marzo.
“Esto causó una aflicción general, pues se juzgaba que el rey medía España por sola su comodidad; que como una heredad apartada no atendía más que a vendimiarla; y que las cortes que se mandaban juntar en el momento mismo de partir, tenían por objeto esquilmar al pueblo”[1].
El malestar producido por lo insólito de su sede y por lo precipitado del momento se vio reforzado cuando se conoció el verdadero objetivo que se perseguía, tal como quedó en evidencia con las instrucciones enviadas a los corregidores de las ciudades sobre el papel de los procuradores a elegir:
“Deberían ir autorizados para platicar, conferir y tratar sobre todas y cualesquiera cosas concernientes al servicio de Dios y de Sus Altezas y al bien de estos reinos y señoríos, y para consentir cualquier servicio o servicios que Sus Altezas quisieren ser servidos, comenzando a correr y pagarse pasado el tiempo del presente servicio que corría otorgado en las Cortes de Valladolid” [en abril de 1518]. (Cédula real del 12 de febrero.1520).
En algunas ciudades esta convocatoria pareció una provocación y, como tal, fue recibida por sus ayuntamientos, especialmente en Toledo, que se había convertido en el motor de las protestas contra el desgobierno que sufría Castilla y repetidamente instaba a las demás ciudades a movilizarse, “acalorando la revolución”.
Origen de la carta
Las ciudades habían presionado para que se celebraran cortes antes de la partida del rey hacia Alemania, pero en la convocatoria se cambiaron sus objetivos. Los graves problemas aún pendientes, que se arrastraban y que habían motivado la demanda de las ciudades castellanas, fueron reducidos torticeramente a las necesidades económicas que planteaba la aventura imperial.
En este contexto la elección de procuradores se presentaba mucho más complicada que en otras ocasiones. A las dificultades que siempre entrañaba su nombramiento se añadía ahora el desacuerdo sobre finalidad de estas cortes entre las ciudades y los consejeros del rey.

Ante situación tan delicada los regidores de Salamanca solicitaron el parecer de una comisión formada por franciscanos, dominicos y agustinos, que se reunió en el convento de San Francisco bajo la presidencia de su superior Juan de Bilbao. Su informe fue un programa concreto de reivindicaciones, que, adoptado en su conjunto por la ciudad de Salamanca y comunicado a otras ciudades interesadas, se convirtió rápidamente en un manifiesto de la oposición.
Contenido de la carta
El núcleo del manifiesto reproduce, en gran medida, las peticiones más importantes del Ordenamiento de las Cortes de Valladolid de 1518 (Las quejas de Castilla) y de las constantes reivindicaciones de la ciudad de Toledo. A ellas añadieron las nuevas demandas que planteaba el “hecho del imperio”. Concretamente:
- Rechazo de todo servicio nuevo: “Que no se consienta en servicio ni en repartimiento que el rey pida al reino”.
- Rechazo del imperio. Castilla no tiene por qué sufragar los gastos del imperio: “…no es de razón Su Cesárea Majestad gaste las rentas de estos reynos en las de otros señoríos que tiene, pues cada cual de ellos es bastante para sí, y éste no es obligado a ninguno de los otros ni subjeto ni conquistado ni defendido de gentes extrañas”.
- Una amenaza velada: En caso de de el rey anteponga la opinión de sus consejeros flamencos a las advertencias de sus súbditos las Comunidades tendrán que intervenir en defensa de los intereses del reino: “…que las Comunidades de estos reinos caigan por ello en mal caso, que más obligados son al bien de estos reinos en que viven que no a lo pareciere a los que le aconsejan la partida…”.
La verdadera importancia de la carta no está solamente en su contenido ni en el tono empleado, que son una expresión clara de la doctrina sobre el papel del rey, muy extendida en Castilla. Lo más relevante de este manifiesto fue la difusión y la influencia que tuvo en los primeros momentos del movimiento comunero.
“Tal fue la carta y el clero de Salamanca la difundió por todo el reino con ayuda de los conventos y que, junto con los sermones que todos pronunciaban desde el púlpito, influye notablemente en los regidores, llevándoles a modificar su postura. Esto fue lo que sucedió en Zamora y también en Ávila, donde todo se había desarrollado hasta entonces normalmente” [2].
Comunidad
Antes de concluir la presentación de la “carta de los frailes de Salamanca”, es interesante resaltar un detalle significativo apenas tenido en cuenta. Se trata del primer documento sobre estos hechos que utiliza el término “comunidad”, “palabra muy imprecisa y por ello mismo peligrosa” en opinión de J. Perez [3]. Sin embargo, dudo que entre los redactores de la carta ese término tuviese connotaciones tan negativas.

En todas las épocas los frailes lo han utilizado como referencia principal a su entorno social más inmediato: vivían y viven en comunidad, que define tanto el conjunto de personas que comparten un modo de vida en un convento o monasterio, como los valores en que fundan y dan sentido a esa convivencia. Común y comunidad describen, pues, una realidad solidaria elegida en libertad por motivaciones religiosas y, como una exigencia de esa elección, el bien común debe anteponerse en todo momento a los intereses propios, particulares.
El peligro político de esa palabra radica en la transposición de esos significados, con su fuerte carga valorativa, de la comunidad religiosa al conjunto de una sociedad formada por familias e individuos situados en estamentos, que se definen por su desigualdad social y, en consecuencia, representan y reproducen intereses contrapuestos.
Desde estas consideraciones queda más clara la triple significación que la documentación conservada del movimiento comunero atribuye a la palabra comunidad [4]:
- Colectividades locales (municipios, universidades, grandes instituciones nacionales) con responsabilidades en la vida del reino.
- La idea de bien común, de comunidad nacional, por encima de los intereses personales y dinásticos del mismo rey.
- Una resonancia social inequívoca: en definitiva, la comunidad es el pueblo, la gente del común, los no privilegiados, dominados por el rey, por los grandes y por los altos funcionarios. Comuneros frente a caballeros: la comunidad como tercer estado.
Esta riqueza de variaciones semánticas se encierran en la palabra Comunidad o Comunidades, tal como la emplearon los frailes salmantinos, antes de que el desarrollo de los acontecimientos la hiciera sinónimo de revolución.
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[1] J. Maldonado, Historia de la revolución conocida con el nombre de las Comunidades de Castilla, publicada en latín en 1545 y traducida al castellano en 1840 por J. Quevedo en 1840., p. 61.
[2] Joseph Pérez, La revolución de las Comunidades de Castilla (1520-1521) (Madrid, Siglo XXI, 1979, p. 144.).
[3] J. PEREZ, Los comuneros. Barcelona, La Esfera de los Libros, 2001, p.39.
[4] Ib., pp. 39 y siguientes.
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Nota: La imagen destacada es una reproducción parcial del plano de Salamanca dibujado por Anton Van Den Wyngaerde en 1570. Marcados con las letras N y C aparecen, respectivamente los conventos de San Francisco y de San Agustín. El convento dominico de San Esteban se hallaba situado a la derecha, fuera de la imagen, y en el plano ya se recoge la fachada actual, que se construyó a partir de 1524.
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