Cabía esperar que a medida que el rey Carlos y su corte se alejaban de Castilla los ánimos de los castellanos se fueran apaciguando, sobre todo si veían satisfechas las demandas que le presentaron en el Ordenamiento de las Cortes de Valladolid y que se comprometió a atender, bajo juramento en muchas de ellas.
Esperanzas que resultaron vanas. No había salido aún del Reino cuando dejó claro el valor que concedía a tal compromiso. Desde Aranda de Duero encaminó a su hermano Fernando hacia el puerto de Laredo para que se embarcase hacia Flandes. Aparte de otras razones, era demasiado arriesgado dejarle en Castilla, teniendo en cuenta las preferencias de muchos castellanos, según se habían manifestado los procuradores en las cortes.
Pero no fue ese el único motivo de malestar ni tampoco el más importante. Las cortes de Valladolid dejaron sin solventar muchos problemas, que irían cobrando importancia con el paso del tiempo y con nuevos acontecimientos relacionados con la monarquía.
El arzobispado de Toledo
Uno de ellos, muy relevante por el significado económico, político y religioso que tenía, fue la designación de Guillermo de Croy, el joven sobrino de su homónimo, el señor de Chièvres, como nuevo arzobispo de Toledo. A regañadientes, el clero toledano lo habría aceptado pero no podía tolerar que ese nombramiento fuera acompañado por la desmembración del arzobispado en tres diócesis. De nuevo, aparecían las maniobras oscuras del privado flamenco, empeñado en laminar cualquier poder eclesiástico o civil que pudiera crear problemas a su pupilo, el rey Carlos.
Ante esta imposición el cabildo, respaldado por la ciudad, se negó a reconocer al nuevo arzobispo mientras no se anulara la partición del territorio. Finalmente, el papa se avino a revocar esa decisión, pero la semilla del descontento ya había arraigado en la ciudad de Toledo y se difundía por otras ciudades con los rumores de nuevos impuestos promovidos por los insaciables consejeros flamencos.
La décima
En enero del año 1519 se produjo otro acontecimiento que ejercería influencia profunda e inmediata sobre la vida política de Castilla: la muerte del emperador Maximiliano de Habsburgo abría un horizonte nuevo a las ambiciones de Carlos I, que desde el primer momento desplegó todo su poder político y diplomático con el objetivo de ocupar la vacante dejada por su abuelo. Para lograrlo, aparte de ese despliegue o como parte del mismo, necesitaba sustanciosas sumas de ducados para convencer a los siete príncipes alemanes depositarios de la facultad de la elección del nuevo emperador.

La penuria endémica de las arcas reales obligó al rey a llevar a cabo la sugerencia que algunos aduladores le hicieran durante las corte de Valladolid: los clérigos y monasterios de Castilla eran muy ricos y por lo menos podría sacar de ellos 400.000 ducados. Para lograrlo solo debía obtener del papa la bula correspondiente que obligase a todos los eclesiásticos del reino a entregar la décima parte de sus beneficios como “aportación a la guerra de África contra los infieles”.
“La publicación de ella [bula] encendió no poco el escándalo en el Reino, diciendo todos que no se contentaba Chièvres con los dineros que había habido del Reino y de los pobres y ricos, quería de nuevo robar los tesoros de los templos”[1].
Los representantes del clero castellano se trasladaron a Barcelona, donde se encontraba la corte, y tras duras negociaciones accedieron a conceder un subsidio de 200.000 florines[2] “con condición de que el Rey les diese una cédula en la cual les prometiese no inventar más aquel tributo y con tanto se volvieron habiendo negociado lo que pudieron y no lo que quisieron” –aclara el cronista Alonso de Santa Cruz. Con la obtención de la décima Carlos I perdió definitivamente la escasa simpatía que su figura y su gobierno suscitaban, especialmente entre el clero.
Encabezamiento o arrendamiento
A la vez que tenían lugar los hechos relatados, se replanteó un problema que se arrastraba desde el reinado de los Reyes Católicos y que formó parte de las peticiones incluidas en el Ordenamiento de Valladolid. Se refería al procedimiento en el cobro de la alcabala[3], que con la llegada de Carlos I Chièvres y sus consejeros sustituyeron el tradicional encabezamiento por el arrendamiento.

En el primero las cortes asignaban a cada ciudad la parte correspondiente de los tributos a pagar y, luego, el concejo lo distribuía entre los barrios o parroquias. El control del cobro se hallaba, pues, en manos de la pequeña nobleza local que solía gobernar los ayuntamientos.
Cuando los procuradores solicitaron en las cortes de Valladolid el mantenimiento de este procedimiento, apoyándose en el testamento de Isabel la Católica, Carlos I les contestó: “A esto vos rrespondemos que nos place que se haga ansy como lo pedís”. Sin embargo, siguió adelante la implantación del arrendamiento, o cobro de los impuestos mediante recaudadores que lo contrataban por un monto determinado, al cual había que añadir las ganancias que ellos mismos se asignaban.
Los beneficiarios del arrendamiento eran mercaderes o cortesanos próximos a Chièvres, “voracísimos lobos, el Capro y demás domésticos puestos por éste”, que gozaban de impunidad.
“Ninguno se atreve a ablar contra ellos: (…) de mudar el tributo de la Alcavala, con cuya mudanza los que entonces desollaron a todos los labradores y comerciantes de las Castillas con mil fraudes y cavilaciones como hacían antes…”[4].
“Lo del imperio”
A todo ello se añadieron las consecuencias económicas y políticas que sobre el reino de Castilla tendrían las pretensiones imperiales de su rey. La más inmediata fue el incremento de los gastos de la corte, que debía trasladarse a Alemania y costear la coronación, y se manifestó inmediatamente en una mayor presión fiscal tanto por los impuestos directos mediante las contribuciones especiales o servicios como por los indirectos mediante la subida de las alcabalas. Con su agudeza habitual Pedro Mártir de Anglería cuestionaba las dudosas ventajas económicas del imperio:
“Además, si hemos de decir verdad, decidnos ¿qué es ser Emperador? ¿Es más que la sombra de un árbol altísimo? Es el rayo que entra por la ventana. Coged si podéis con la mano una onza de luz para sacarla de allí. Comprad con ella vestidos de seda y comida para vuestras mesas, Ni aun puede el Emperador mantener con la renta del Imperio una decente familia, no digo exércitos para reprimir a sus enemigos”[5].
Pronto esa reacción antifiscal dio paso al cuestionamiento de la misma política imperial. Desde que se planteó “el hecho del imperio” los castellanos intuyeron el papel secundario que les reservaba un rey emperador: Castilla sería sacrificada en aras del imperio y debería financiar empresas políticas que le eran ajenas, a la vez que en la ausencia del rey el gobierno volvería a estar en manos de regentes.
“La España que era libre y gozaba de sus prerrogativas, bajo el Imperio se convertiría en una provincia miserable. Llamar al nombre Imperio, imperial ambición hinchada y viento vano. ¿Por qué, dicen, hemos de felicitar a nuestro Rey si las rentas del Imperio son tan cortas? Si no ha de tener un soldado alemán sin nuestro dinero (…). Aquel campo seco y estéril del Imperio necesita aguas extrañas para regarse. Se secarán nuestras fuentes y campos, nos faltará el pan por darlo al extranjero”[6].
La protesta de Toledo
Ante esta situación desde los púlpitos se predicaba de manera abierta contra las tropelías que sufría Castilla y empezaba a tomar cuerpo una protesta cada vez más clamorosa.
El descontento era general, pero en la ciudad de Toledo, donde se acumulaban agravios viejos y nuevos, el enfado era creciente e incontenible. En noviembre de 1519 su ayuntamiento no pudo aguantar más y envió una carta a las demás ciudades castellanas con voto en las cortes, convocándoles a una reunión para tratar algunas cuestiones urgentes que deberían plantear al rey:

“Paréceme que sobre tres cosas nos debemos de juntar y platicar y sobre la buena expedición de ellas enviar nuestros mensajeros á Su Alteza; conviene suplicarle lo primero, no se vaya de estos Reinos de España; lo segundo, que en ninguna manera permita sacar dinero de ella; lo tercero, que se remedien los oficios que están dados á extranjeros en ella”[7].
La respuesta de las ciudades no se hizo esperar; contestaron diez y, junto a aquellas que aceptaron plenamente las propuestas de Toledo (Murcia, Cuenca, Soria y Segovia), las demás reconocían la importancia y la urgencia de los problemas planteados, pero consideraban oportuno esperar a que el rey convocara las próximas cortes. Esta carta fue el primer esbozo de lo que más tarde sería el programa del movimiento comunero y produjo un efecto revulsivo en la vida política de todas las ciudades, como reconoce el cronista Alonso de Santa Cruz:
“Las palabras de esta breve carta los que las leyeron y vieron las aprobaron por buenas, aunque por escribirse á tal tiempo en la verdad fueron escandalosas, porque como las cosas del Reino en este tiempo estaban muy quebradas, esta carta, como se publicó por la ciudades, las tornó muy enconadas…”[8]