Al día siguiente de la batalla de Villalar, el 24 de abril de 1521, tras un juicio sumarísimo fueron condenados a muerte y ejecutados los principales líderes del movimiento comunero: Padilla, Bravo y Maldonado. A partir de ese momento se desencadenó la persecución de cuantos habían actuado “a voz de comunidad”, que acabó con la pérdida de sus bienes, con el destierro o con la vida la defensa de sus ideales.
El eco de aquellos acontecimientos no fue acallado por la represión que les siguió, de modo que entraron a formar parte del imaginario social de los castellanos y, desde el primer instante, fueron objeto de un interés histórico que se ha prolongado en el tiempo hasta nuestros días, si bien la consideración y la valoración recibidas hayan sido distintas a lo largo de los quinientos años transcurrido.
Los cronistas de Carlos I
Todos los cronistas reales de la época prestaron gran atención a la rebelión comunera. Ofrecen la ventaja de haber sido, en la mayoría de los casos, testigos directos de los hechos y la desventaja de encontrarse, directa o indirectamente, al servicio del rey. Como cabía esperar, proporcionan una imagen sesgada y parcial de los acontecimientos, al estar más interesados en glorificar y elogiar la figura del monarca que en ofrecer una versión objetiva de lo sucedido. Siempre los vencedores escribieron la historia.
Con todo, se observan diferencias entre ellos, que en ocasiones van más allá de un simple matiz. Mientras Pedro Mexía descarga sobre las Comunidades los epítetos que las convertían en la encarnación del mal (“obra del demonio”, “liviandad del pueblo”, “malicia de algunos malditos y escandalosos ánimos”…), Pedro de Sandoval muestra una cierta comprensión benevolente en sus apreciaciones, quizá por su mayor distanciamiento de los hechos, pues escribe unos setenta años más tarde. Entre ambos extremos se encuentran quienes entendían el fondo de las demandas comuneras, pero rechazaban de plano la forma como se buscaba satisfacerlas; tal es el caso de Ginés de Sepúlveda, entre otros.
Al margen de esos matices, todos los cronistas eximían a Carlos I de cualquier responsabilidad y centraban el conflicto en el enfrentamiento entre los sectores leales al rey y la comunidad plebeya, manipulada por sediciosos. Como fondo, se hallaba la cuestión de la soberanía entre el rey y el reino, decantándose todos ellos a favor del primero.
El interés suscitado por la guerra de las Comunidades fue decayendo con el paso del tiempo y durante más de dos siglos ese conflicto se convirtió en un recuerdo incómodo para los Austrias o en un precedente peligroso contra el poder absoluto que pretendían los Borbones.
Liberalismo frente a la idea imperial
Con la difusión de las ideas liberales en España a comienzos del siglo XIX se impone una consideración romántica y exaltada del movimiento comunero: Padilla y sus compañeros murieron por la libertad; su lucha fue la lucha del pueblo contra la monarquía, de la libertad contra el absolutismo. Los liberales españoles trasladaban al pasado su visión política y consideraban a los comuneros precursores de sus ideales. De este modo, entroncaban con una gran tradición y unas teorías políticas ahogadas por tres siglos de despotismo.
En poemas, novelas, obras dramáticas, pinturas y estatuas se recrea a los líderes comuneros como mártires de las libertades y los derechos de Castilla. A partir de entonces, en la dialéctica de las dos Españas, que caracteriza nuestra historia contemporánea, los gobiernos progresistas se distinguían por el recuerdo de aquella revolución y la mitificación de sus protagonistas[1].
Frente a la visión liberal del movimiento comunero, Ángel Ganivet propuso otra contrapuesta, claramente negativa (Idearium español, 1897), al presentar a los comuneros como castellanos rígidos, exclusivistas, defensores de una política tradicional y nacional contra la innovadora y europea de Carlos V. Esa idea, que predominó en los sectores conservadores durante la primera mitad del siglo XX, fue actualizada por Gregorio Marañón que definió a los comuneros como “una masa inerte conducida por nobles e hidalgos apegados a la una tradición feudal que les daba evidente poder contra el monarca, al mismo tiempo que sobre el pueblo esclavizado”.
Nos encontramos, pues, ante dos perspectivas contrarias del movimiento comunero, más fundadas en la ideología y la postura política que en un estudio de las fuentes documentales, a pesar de las pretensiones científicas de sus autores[2].
Las Comunidades como movimiento social
En 1963, José Antonio Maravall una obra maestra que ha marcado el desarrollo posterior de los estudios sobre las Comunidades de Castilla. Dejando de lado posturas ideológicas y apoyándose en un análisis de los documentos existentes, intenta situar la guerra de las Comunidades en el modelo teórico predominante en el estudio de los movimientos revolucionarios de la Europa moderna.
El mismo título ya resulta esclarecedor: Las Comunidades de Castilla. Una primera revolución moderna. Para Maravall el movimiento comunero fue mucho más que una rebelión de sectores sociales descontentos; fue una verdadera revolución que pretendía modernizar las estructuras del reino y su funcionamiento. No fue una revuelta gremial, nacionalista y xenófoba, sino que se aproxima mucho más a los movimientos sociales que desembocaron en la sociedad moderna.
Otra aportación fundamental fue la tesis doctoral del gran hispanista francés, Josef Pérez, La revolución de las Comunidades de Castilla, donde destaca el papel que jugó la burguesía castellana dividida en dos sectores con intereses enfrentados: la burguesía mercantil, afincada principalmente en Burgos, dedicada a la exportación de lana a los telares flamencos, y la burguesía textil de otras ciudades castellanas (Segovia, Toledo, Cuenca…), defensora de su producción de paños. Esta última apoyó decididamente el movimiento comunero y su propuesta de modernizar la política del reino, limitando el arbitrio de la corona.
Como pone de relieve Josef Pérez, en Villalar no desaparecieron las libertades castellanas, entendidas como franquicias anacrónicas, como herencia feudal, sino la libertad política y la posibilidad de imaginar otro destino distinto al de la España imperial con sus grandezas y sus miserias, sus hidalgos y sus pícaros. Un proyecto preparado e iniciado durante el reinado de los Reyes Católicos y el gobierno de Cisneros: una nación independiente y moderna, que Carlos V abortó.
Un aspecto poco desarrollado por los autores anteriores fue el contenido central de la obra de J.L. Gutiérrez Nieto, Las Comunidades como movimiento antiseñorial. La formación del bando realista en la guerra civil castellana (1973), donde analiza con detalle y documentación el carácter antiseñorial del conflicto, que tuvo gran repercusión en el medio rural, así como el papel jugado por los conversos. El análisis de nuevos documentos, como el proceso contra Bernardino de Valbuena, y los numerosos estudios dedicados a otros líderes comuneros o a los aspectos territoriales del conflicto confirman su planteamiento.
Como punto final, resulta esclarecedor el juicio que el movimiento comunero merece al citado Josef Pérez al resumir las aportaciones de este apartado:
«Estamos frente a un movimiento fundamentalmente castellano, más concretamente centro-castellano, y quedan excluidas las tierras burgalesas y las situadas al sur de Sierra Morena. Este movimiento nace y se desarrolla en las ciudades, pero encuentra pronto muy fuertes ecos en el campo, escenario de una poderosa explosión antiseñorial. El movimiento elabora un programa de reorganización política de signo moderno, caracterizado por la preocupación de limitar la arbitrariedad de la corona. Su derrota se debe a la alianza de la nobleza y de la monarquía y viene así a reforzar las tendencias absolutistas de la corona”[3].
[1] Así ocurrió también en Villalpando. Como recoge Agapito Modroño (La otra historia de la villa. Años 1904 a 1939, pág. 96), en la sesión del día 21 de abril de 1936 y a propuesta de dos vecinos, la Junta Gestora de Izquierdas, que gobernaba el ayuntamiento, acordó dedicar sendas calles a dos comuneros, hijos ilustres de la villa: la calle del Olivo a Diego de Valbuena y la de Altasangre a Hernando de Villalpando. Ciertamente ambos desempeñaron un papel importante durante el gobierno comunero de Villalpando entre diciembre de 1520 y abril de 1521, sobre todo el primero que fue gobernador de la villa y alcaide de su castillo, si bien su nombre era Bernardino de Valbuena según documentos recientemente publicados.
[2] Sobre Marañón y los defensores de su postura, concluye Josef Pérez, quizá el historiador más documentado sobre la guerra de las Comunidades: “Estamos ante un caso inaudito: ¡historiadores serios que se refieren a textos publicados que no han leído!” (Los comuneros, pág. 244)
[3] Los Comuneros, cit., págs. 265-266.
Todos menos uno, el destituido capitán general comuneros Pedro Girón de Velasco, hijo de la hermana del Condestable y sobrino del Almirante de Castilla
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