Con frecuencia se presenta una imagen idílica de Castilla, según la cual su sociedad estaba formada por gentes libres, propietarios de sus tierras, y donde nadie era más que nadie. Aunque no tengo constancia de ello, puede que se diera semejante situación en los primeros momentos de la repoblación y de la colonización del territorio, una vez que los moros se habían retirado hacia el sur. Desde luego, el cuadro que nos describen los historiadores es muy distinto.
La situación en el siglo XI
Aquellos colonizadores no pudieron resistir un proceso impuesto por los grandes señores, según el cual debieron entregarles, poco a poco, la propiedad de sus tierras y quedaron convertidos en sus vasallos. En unos casos, les obligó un préstamo no devuelto a tiempo; en otros, fueron las multas judiciales que muchas veces los mismos señores establecían y juzgaban; o, también, la necesidad de protección contra los abusos de vecinos más poderosos o la búsqueda de garantías ante el miedo y la incertidumbre del más allá… El resultado final fue que en el siglo XI los campesinos de León y de Castilla (la inmensa mayoría de la población) ya habían perdido el control verdadero sobre sus tierras y sobre sus propias vidas, hasta el punto de que la propiedad y la libertad fueron limitadas por los derechos de los señores.

“Propietarios teóricos de la tierra que cultivan, su propiedad está frecuentemente limitada por cuanto están obligados a residir en el lugar para mantener sus derechos y no pueden venderlos sino al señor o a otro vasallo que acepte su dependencia y las obligaciones que conlleva. La libertad y la propiedad tienen unos límites: los derechos señoriales, que en ningún caso debían verse perjudicados”[1].
En consecuencia, los posibles litigios en torno a las propiedades entraron en una dimensión nueva, pasaron a un nivel superior: ya no se dirimían entre los campesinos que trabajaban la tierra, sino que interesaban directamente y eran competencia de los señores como propietarios efectivos de las tierras.
Un conflicto entre señores
Uno de esos conflictos enfrentó al obispo de León, don Pedro, con la infanta doña Urraca, pues no podía consentir que ésta se llevara unos vasallos de la iglesia de Santa María[2]. Semejante apropiación no sólo despojaba a la catedral de León de algo tan valioso como algunas familias campesinas, sino también de las unidades productivas (tierras y casas) donde estaban asentadas, y de las cargas inherentes al dominio jurisdiccional del señor, como eran los impuestos, las rentas, las obligaciones militares y el sometimiento a su justicia.

La infanta no hizo caso a las quejas reiteradas que el obispo le comunicó directamente en un primer momento antes de propagarlas por todo el reino provocando el consiguiente revuelo; así que al prelado leonés no le quedó otra salida que acudir a la justicia del rey. A pesar de la enorme influencia que doña Urraca ejercía sobre su hermano el rey, éste intervino rápidamente a fin de acabar con el caos y el barullo (grandem confusionem et grandem baraliam de regno suo) que se estaban apoderando de su reino y convocó la curia regia[3] en Villalpando.
Por esta razón, durante el mes de septiembre de 1089 nuestro pueblo dio alojamiento a los principales magnates del reino. Además de los reyes Alfonso VI y Constanza y del príncipe Fernando, estuvieron presentes las infantas Urraca y Elvira, los condes García Ordóñez, Pedro Ansúrez y Fernando Díaz; y los obispos de Toledo, Astorga, Palencia, Nájera y Oca. Si a todos ellos sumamos sus séquitos respectivos y los funcionarios y expertos necesarios en estas ocasiones, podemos imaginar el ambiente que reinó en la villa por aquellas fechas.
La solución
En el dictamen final, refrendado unánimemente por los participantes en la reunión, la curia prohíbe que la hereditas de un señorío, es decir el conjunto de las propiedades y los derechos que llevan adjuntos, pueda pasar de una clase de señorío a otra, y lo hace de manera muy explícita y gráfica, enumerando cuáles son esas clases o categorías de señorío:

– realengo: las propiedades y los derechos que pertenecen a la corona;
– infantado: las propiedades y los derechos que pertenecen a los infantes y a las infantas[4];
– abadengo: las propiedades y los derechos que pertenecen a las instituciones eclesiásticas (obispado, monasterios, iglesias…);
– solariego: las propiedades y los derechos que pertenecen a un noble;
– behetría: las propiedades y los derechos que pertenecen a campesinos libres, que podían elegir el señor a quien servir.
La conclusión conminatoria con que se cierra el documento es una prueba de la importancia que el rey Alfonso VI concedía al problema planteado:
“El rey don Alfonso mandó hacer este escrito y lo estableció para todo su reino; y determinó que, si alguien de su familia o de la familia de los condes y nobles, se atreviera a quebrantarlo, sea maldito y condenado en esta vida, y en la futura sufra las penas del infierno con Judas, el que entregó al Señor. Y por su osadía temeraria devuelva el doble de lo que tomara y pague al rey mil marcos de plata”.
[1] José Luis Martín, Historia de Castilla y León. 4. La afirmación de los reinos (Siglos XI-XIII). (Valladolid, Ámbito, 1985) p. 48.
[2] José María Mínguez, “Propiedad y jurisdicción en el reino asturleonés (siglos VIII al XI)”, en La época de la monarquía asturiana (Actas del simposio celebrado en Covadonga, 8-10 de octubre de 2001). Oviedo 2002, pp. 469-532.
[3] La curia regia estaba formada por los miembros de la familia real, los nobles y los eclesiásticos de mayor rango o prestigio y los funcionarios más importantes del reino (alférez, canciller, notario, mayordomo…). En casos extraordinarios, también eran convocadas otras personas expertas en el tema a tratar.
[4] Por primera vez se reconoce este tipo de señorío: el infantado (infantaticum).